En realidad la idea era hacer una capa para mí, pero con un poco de tela que me sobró, conseguí sacar el patrón para hacerle otra igual a mi niña.
Ahora a las dos nos encanta ir por la calle luciendo el mismo modelo y ella es la que se encarga de decir que las ha hecho mamá en cuanto nos hacen un comentario sobre la capa y la mini capa.
Aunque me siento más cómoda con las lanas, he de reconocer que eso de tener un trozo de tela y acabar convirtiéndolo en una prenda de ropa, es un gustazo.
Y prefiero sentarme en el sofá con mis agujas, pero eso de darle al pedal de la máquina de coser, tiene algo que engancha. Probadlo.
Supongo que nadie es poseedor de la felicidad absoluta.
Me encantaría que todo a mi alrededor estuviese en un perfecto equilibrio en el que vivir tranquila; no le pido mucho más a la vida, solamente tener bien a los míos y disfrutar con ellos de los pequeños y los grandes placeres, pero parece que eso es mucho pedir. El deseo de bienes materiales se lo dejo a otros.
Por suerte, los días en los que me visita la nube negra, no estoy sola y mi marido, además de estar ahí, hoy ha tenido un detallito que sabía me iba a alegrar el día.
Hija, hermana, amiga, compañera de clase, vecina, prima, compañera de trabajo, conocida, novia, clienta, alumna, admiradora. Y, desde hoy hace 5 años, madre.
Conseguí terminar la manta y regalársela a mi hija el día de su cumpleaños.
Yo iba a clases de manualidades; había terminado la carrera, empezaba mis primeras prácticas y ese verano había conocido a un chico guapo, romántico y cariñoso que me cantaba canciones de Ismael Serrano y me volvía loquita.
Hoy, toca su guitarra y canta temas nuevos en la sala. Mientras, yo termino la manta de ganchillo que quiero regalar a nuestra hija y ella hace un puzzle en el suelo. No conozco felicidad mayor.